Política y
Espiritualidad
por Ken Wilber
La cuestión políticamente más apremiante de hoy en día, tanto en
Estados Unidos como en el resto del mundo, consiste en descubrir la forma de
integrar la tradición liberal con la auténtica espiritualidad. Jamás en la
historia estas dos vertientes del quehacer humano han mantenido una relación
adecuada. De hecho, el liberalismo moderno (y toda la ilustración europea) fue
en gran medida una reacción en contra de la religión tradicional. El grito de
guerra de Voltaire, "¡Recordad las crueldades!" -recordad las brutalidades
infligidas a hombres y mujeres en nombre de Dios y acabad con ellas... y de
paso acabad también, de una vez por todas, con ese Dios-, no tardó en
propagarse por todo el continente. Pero de ese modo la religión quedó en manos
de los conservadores, y desde entonces, el mundo se ha polarizado en dos bandos
armados hasta los dientes, cada uno de ellos profundamente receloso del otro.
En uno de los bandos se agrupan los liberales, defensores a ultranza de las
libertades y de los derechos individuales en contra de la tiranía de lo
colectivo y sumamente suspicaces, por tanto, respecto de las religiones, tan
predispuestas siempre a imponernos sus creencias y a decirnos lo que tenemos
que hacer para salvar nuestra alma.
No es de extrañar, pues, que el
nacimiento del liberalismo ilustrado haya estado históricamente ligado a la
lucha en contra de la tiranía religiosa y desconfíe profundamente -llegando
incluso, en ocasiones, a aborrecerlo- de todo lo que tenga la menor connotación
religiosa o espiritual. Los liberales, consecuentemente, han tendido a
reemplazar la salvación divina por la salvación económica. Según ellos, la
libertad y la liberación no se halla en un supuesto cielo al que accedamos
después de esta vida (ni en ningún otro tipo de opio del pueblo), sino en los logros
reales alcanzados sobre la Tierra (comenzando, claro está, por los beneficios
materiales y económicos). Y puesto que la esencia del liberalismo radica en el
progreso de las condiciones sociales reales (libertad económica, libertad
política y libertad material), los términos "progresivo" y
"liberal" han terminado convirtiéndose en sinónimos.
El liberalismo ha sustituido la
tiranía de lo colectivo por lo que podríamos denominar un "individualismo
universal", la afirmación de que todos los individuos -con independencia
de raza, género, color o credo- son iguales ante la ley y deben, en
consecuencia, ser tratados de la misma manera. Por ello una de las aspiraciones
fundamentales del liberalismo ha sido de liberar al individuo de la tiranía
colectiva y buscar la libertad política y económica. Y que duda cabe de que ese
liberalismo nos ha proporcionado muchas cosas positivas. Lo lamentable, no
obstante, ha sido que, en muchos casos, la antigua tiranía de la religión se ha
visto suplantada por la tiranía económica y el Dios del papa ha sido derrocado
para entronizar en su lugar al omnipotente Dios del dólar.
De ese modo, el alma de los seres
humanos ya no es aplastada por Dios... porque de esa función se encarga hoy en
día la fábrica. La "cuestión esencial" de la vida deja entonces de
girar en torno a lo divino y comienza a gravitar alrededor del salario. Y
precisamente por ello aun en medio de la más palmaria abundancia económica, el
alma del ser humano agoniza de inanición. En el otro bando se alinean los conservadores,
más proclives a una tradición cívica y humanista que considera que la esencia
de los seres humanos está ligada a los valores colectivos (entre los que
destacan los valores religiosos). En la mayor parte de los casos, sin embargo,
los republicanos tienden a estar tan estrechamente atados al conservadurismo
religioso que, aunque afirmen defender los derechos individuales y la
"libertad del gobierno", sólo lo hacen así cuando esas
"libertades" coinciden con sus principios religiosos. El énfasis en
los valores familiares y colectivos permite que los conservadores erijan
naciones fuertes, lo que en ocasiones tiene lugar a expensas de quienes no
comparten su particular orientación religiosa. La tiranía cultural nunca está
lejos de la sonrisa conservadora, y los liberales suelen retroceder
horrorizados ante el "amor" que afirman profesar los conservadores
por los hijos de Dios, porque lo terrible es que, si usted no es uno de los
hijos de su Dios preferido, suelen aguardarle cosas muy desagradables.
En un sentido muy simplista, ambas
orientaciones, la liberal y la conservadora, tienen un "aspecto
positivo" y un "aspecto negativo" y lo ideal sería rescatar lo
positivo de ambas perspectivas, dejando de lado al mismo tiempo sus facetas
negativas. Lo bueno del liberalismo es su énfasis en las libertades
individuales y su rechazo de la mentalidad gregaria. Pero el hecho es que, en
su celo por proteger las libertades individuales, el liberalismo ha terminado
negando todo valor colectivo (incluidos los valores religiosos y espirituales,
que, insistimos, ha reemplazado por los valores económicos y materiales).
Porque el hecho es que el interés por lo económico -que en sí mismo no es malo-
suele fomentar un clima de despreocupación por el alma. De hecho, en los círculos
liberales el término "religioso" ha llegado a tener connotaciones un
tanto embarazosas. Kant hablabla, precisamente, en nombre de la Ilustración
liberal cuando dijo que, a partir de ella, todo aquel que fuera descubierto
arrodillado y rezando debería sentirse profundamente avergonzado.
En el clima de las libertades
políticas y económicas, todo lo que suene a religioso o espiritual tiende a
resultar embarazoso. En breve veremos que eso ocurre porque tenemos una visión
mítica y empobrecida del Espíritu, pero es evidente que la función histórica
del liberalismo ha sido matar a Dios, y ciertamente lo ha hecho, hasta el punto
de quedar asociado a la "tiranía antiespiritual". ¿Sería posible
despojarnos de esta "tiranía antiespiritual" sin perder las admirables
ventajas individuales logradas por el liberalismo? Lo positivo del
conservadurismo, por su parte, es su comprensión de que, a pesar de la
importancia de los individuos y de las libertades individuales, estamos muy
equivocados si creemos que el individuo es una isla. De hecho, nuestra misma
existencia depende del entramado familiar, colectivo y espiritual en que
estamos inexorablemente inmersos.
De algún modo, pues, mis valores más
profundos no dependen exclusivamente de la relación que sostengo conmigo mismo,
sino también con mi familia, con mis amigos, con mi comunidad y con mi Dios. Y
en la medida en que reniego de esas relaciones profundas no sólo destruyo el
soporte mismo de la comunidad y me extravío en un desenfreno
hiperindividualista, sino que también me alieno del más profundo de todos los
vínculos, el que une el alma del ser humano con el Espíritu divino. Muy bien,
pero ¿de qué Dios está usted hablando? -responderán a esto los liberales-.
Porque lo cierto es que cada vez que estas consideraciones abstractas se han
concretado prácticamente en un código moral o en una religión determinada han
terminado desembocando en un tipo u otro de caza de brujas. La importancia del
contexto comunitario y espiritual no tarda en degenerar en mi comunidad, mi Dios
y mi país, acertada o equivocadamente! Y si usted no acepta a mi Dios, irá
directamente al infierno y yo mismo me encargaré gustosamente de acompañarle.
La tiranía cultural, pues, más o menos solapada, nunca ha sido ajena a la
agenda conservadora.
¿Existe alguna forma de rescatar las
ventajas del enfoque conservador -en particular su aceptación de la
espiritualidad- sin caer en la tiranía cultural que suele acompañarle? Y
¿existe alguna forma de conservar las ventajas del efoque liberal -las libertades
individuales- despojándonos de la tiranía de los anti-alma? ¿Es posible, en
suma, articular un liberalismo espiritual, un humanismo espiritual, un abordaje
que considere los derechos del individuo en un contexto espiritual más profundo
que no los niegue sino que, por el contrario, contribuya a sostenerlos? ¿Es
posible concebir a Dios y al Espíritu de un modo que ayude a consolidar los
objetivos más nobles del liberalismo? ¿Es posible encontrar algún sustrato
común a los dos enemigos acérrimos que se debaten en el mundo moderno, Dios y
el liberalismo? Ésta es, como ya he dicho, en mi opinión, la más urgente de las
preguntas a que debe hallar respuesta el mundo moderno y postmoderno. Porque
mientras no lo haga, el conservadurismo espiritual seguirá fragmentando al
mundo, ya que su agenda sólo le permite respetar a los fieles a su Dios
particular, llámese Jehová, Alá, Shinto o Shiva (nombres todos ellos con los
que lamentablemente se convoca, con demasiada frecuencia, a la batalla).
Es absolutamente necesario preservar
los logros obtenidos por el liberalismo ilustrado, pero también lo es ubicarlos
en el contexto de una espiritualidad que trascienda las objecciones de la
Ilustración. Debe tratarse, en suma, de una espiritualidad que no niegue la
Ilustración sino que se asiente sobre ella o, dicho de otro modo, en un
Espíritu liberal. El enfoque espiritual que presento en las páginas siguientes
apunta precisamente en esa dirección. De hecho, casi todos mis libros
(especialmente "El proyecto Atman", "Después del Edén",
"Los tres ojos del conocimiento", "Un Dios sociable",
"Sexo, ecología y espiritualidad" y "Breve historia de todas las
cosas") son precisamente prolegómenos a esta cuestión, la búsqueda de un
Dios liberal, de un Espíritu liberal, de un humanismo espiritual, de un
espiritualismo humanista o de cualquier otro término con que decidamos
calificar la esencia de esta orientación. Un Dios liberal depende, antes que
nada, de la forma en que respondamos a la pregunta "¿Dónde ubicamos al
Espíritu?", pregunta a la que volveremos y discutiremos detenidamente en
el último capítulo.
Y mis próximos libros seguirán
versando en torno a esta cuestión, de forma, si cabe, todavía más explícita.
Pero el tema general de "Dios y la política" descansa, en mi opinión,
en el tipo de cuestiones teóricas que revisaremos en las siguientes páginas,
una revisión necesariamente previa al bosquejo de cualquier esquema político
concreto, Así pues, aunque el trasfondo de este libro sean las relaciones
existentes entre la política y la espiritualidad, en realidad su objetivo será
servir de introducción a este tema. Lo más importante, por el momento, es que
el "humanismo espiritual" se ocupe de temas tales como la psicología,
la filosofía, la antropología y el arte. Y he elegido el término "integral"
para representar este enfoque global porque integral significa integrador,
inclusivo, global y equilibrado. La idea es aplicar la orientación integral a
los diversos campos del quehacer y del conocimento humano (incluyendo la
integración entre la ciencia y la espiritualidad). Este enfoque integral no
sólo resulta imprescindible para el campo de la política, sino que también
modifica profundamente nuestra concepción de la psicología y de la mente
humana, de la antropología y de la historia humana, de la literatura y del
significado del ser humano, de la filosofía y de la búsqueda de la verdad,
aspectos todos ellos que en mi opinión se ven profundamente afectados por un
enfoque integral que trata de rescatar lo mejor de todos ellos y de entablar un
diálogo mutuamente enriquecedor. Este libro es precisamente una introducción a
esa visión integral.
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