9 de noviembre de 2010

Siempre ya: El transparente resplandor de la conciencia omnipresente

        Número 157  //  19 de enero de 2002  //  5 Dhul-Qa`dah 1422 A.H. CONCIENCIA
         Por Ken Wilber

       
            ¿Dónde ubicamos el espíritu?
            ¿Qué es realmente lo que nos permitimos reconocer como sagrado?
            ¿Dónde, exactamente, se halla el fundamento del ser?
            ¿Dónde está lo esencialmente divino?
            La gran búsqueda
            La comprensión última de las tradiciones no duales es
            inequívocamente rotunda, lo único que existe es el espíritu, lo
            único que existe es Dios, lo único que existe es la vacuidad, en
            todo su maravilloso resplandor. Lo bueno y lo malo, lo mejor y lo
            peor, lo sublime y lo abyecto, son manifestaciones esencialmente
            perfectas del Espíritu. En ningún lugar existe nada sino Dios,nada
            sino la Diosa, nada sino el Espíritu y ni el más pequeño grano de
            arena ni la más minúscula mota de polvo contienen más o menos
            Espíritu que cualquier otra cosa.
            Ésta es la realización que pone fin a la gran búsqueda que se
            asienta en el corazón de la sensación de identidad separada. En
            última instancia el yo separado es precisamente la sensación de
            búsqueda, la experiencia que usted tiene de sí en este mismo
            instante, la contracción o tensión­, —la sensación de apresar,
            desear, anhelar, querer, evitar o resistir—, una sensación de
            esfuerzo o de búsqueda.
            En su manifestación más elevada, esta sensación de búsqueda asume la
            forma de la gran búsqueda del Espíritu. Nosotros queremos pasar de
            nuestra condición ignorante (un estado de pecado, ilusión o
            dualidad) a un estado iluminado o espiritual, de un estado
            supuestamente carente de Espíritu a otro en el que sí se halle
            presente.
                        Pero lo cierto es que no hay ningún lugar donde no esté el Espíritu,
            porque la totalidad del Kosmos se halla completamente saturada de
            él. En consecuencia, toda la búsqueda, todo movimiento y todo
            intento de logro es profundamente estéril. La gran búsqueda no hace
            más que reforzar la creencia errónea de que hay lugares carentes de
            Espíritu y otros plenos de él y que debemos pasar de los primeros a
            los segundos. Pero lo cierto es que no hay lugar alguno que carezca
            de Espíritu, como tampoco existe ningún lugar que esté más
            impregnado de Espíritu que otro. Repitámoslo, lo único que existe es
            el Espíritu.
            La gran búsqueda del Espíritu es ese impulso, el impulso último que
            impide la realización presente del Espíritu por la sencilla razón de
            que presume la pérdida de Dios. La gran búsqueda consolida la
            creencia errónea de que Dios no se halla presente y, de ese modo,
            eclipsa por completo la realidad de la omnipresencia de Dios. La
            gran búsqueda, en su pretensión de amar a Dios, es, de hecho, el
            mismo mecanismo que nos aleja de él, un mecanismo que promete para
            mañana lo que sólo existe en el eterno ahora, un mecanismo que nos
            lleva a anhelar tan fervientemente el futuro como el presente y, con
            él —resplandeciente sonrisa de Dios— termina escurriéndosenos de
            entre las manos.
            La gran búsqueda es la contracción desprovista de amor que se oculta
            en el corazón de la sensación de identidad separada, una contracción
            que alienta el anhelo de un mañana en el que supuestamente llegará
            la salvación pero, mientras tanto, sigo siendo yo mismo. Cuento
            mayor es la gran búsqueda, mayor es la negación de Dios y más
            intensamente puedo experimentar la sensación de búsqueda que es, a
            fin de cuentas, la que establece los límites de mi yo. La gran
            búsqueda es, en suma, el principal enemigo de lo que es.
            ¿Debemos, acaso, poner fin a la gran búsqueda?. Definitivamente sí….
            en el caso, por supuesto, de que podamos hacerlo. Pero el hecho es
            que el mismo esfuerzo de tratar de acabar con la gran búsqueda se
            convierte en una nueva versión de la gran búsqueda, ya que ese paso
            supone —y, por tanto, sigue fortaleciendo— la sensación de búsqueda.
            En realidad el yo-contracción no puede hacer absolutamente nada para
            acabar con la gran búsqueda, porque el yo-contracción y la gran
            búsqueda son dos nombre diferentes para referirse a lo mismo.
            Si el espíritu no es un producto futuro de la gran búsqueda no nos
            queda más que una alternativa, el Espíritu debe hallarse plena,
            total y completamente presente ahora mismo…. Y, en este mismo
            instante, usted debe ser plena, total y completamente consciente de
            él.
            Pero con ello no quiero decir que el Espíritu se halle presente y
            que usted no se dé cuenta de Él, porque no exigiría la gran
            búsqueda, eso requeriría de un mañana en que el Espíritu se hallara
            completamente presente y esa misma búsqueda nos alejaría de donde
            siempre estamos.  De hecho, seguir buscando supone estar perdido.
            No, la realización y la conciencia deben hallarse, de algún modo,
            total y completamente presentes ahora mismo. De no ser así nos
            veríamos necesariamente abocados a la gran búsqueda y condenados a
            creer en lo que más anhelamos superar.
            Debe haber algo en nuestra conciencia presente que ya sabe toda la
            verdad. De algún modo, sin importar cuál sea su estado su estado,
            usted ya tiene todo lo que necesita para estar iluminado; de algún
            modo usted ya conoce la respuesta. Usted ya percibe ahora mismo el
            100% del Espíritu, no el 20%, ni el 50% ni el 99%, sino literalmente
            el 100% del Espíritu. Y el truco, digámoslo así, consiste en darse
            cuenta del estado de cosas omnipresentes y no creer en un supuesto
            estado futuro en el que Espíritu se halle presente.
            Ese sencillo reconocimiento del Espíritu ya presente es el quehacer
            esencial, por sí decirlo, de las grandes tradiciones no duales.
            El descubrimiento del Kosmos
            Mucha gente cuestiona seriamente el “misticismo” o
            “trascendentalismo” porque supone que, de algún modo, odia la tierra
            o desprecia el cuerpo, los sentidos, la vida, etcétera.  Pero si
            bien ese puede ser cierto en algunos casos infaustos, no tiene
            absolutamente nada que ver con la comprensión esencial de los
            grandes místicos no duales, desde Plotino y Eckhart, en Occidente,
            hasta Nagarjuna y la princesa Tsogyal, en Oriente.
            De hecho, todos estos sabios sostienen universalmente que la
            realidad absoluta y el mundo relativo son “no dos” (este es,
            precisamente, el significado de “no dual”), del mismo modo que un
            espejo y sus reflejos no están separados o que el océano es uno con
            las olas que lo componen.  Así pues, el “ultra-mundo” del Espíritu y
            el “intra-mundo” de los fenómenos separados son esencialmente “no
            dos”, y esta no dualidad es la compresión inmediata y directa que
            tiene lugar en cierto estados meditativos, una percepción muy simple
            y muy ordinaria —se esté meditando o no— que sólo puede verse con el
            ojo de la contemplación.  En tal caso todo lo que se percibe, tal y
            como es, ya está impregnado de Espíritu, porque el Espíritu no está
            separado de nada y el simple canto del petirrojo, tal cual es,
            revela el esplendor de lo divino.  Ésta deviene entonces la sencilla
            y natural realización constante, a través de todos los cambios de
            estado, que acaba por liberarnos de la locura básica de ocultarnos
            de lo real.
            ¿Por qué entonces, ordinariamente no tenemos esa percepción?.
            Todas las grandes tradiciones no duales de sabiduría han dado la
            misma respuesta a la misma pregunta. No nos damos cuenta de que el
            Espíritu se halla total y completamente presente aquí mismo y ahora
            mismo porque nuestra conciencia está atrapada en algún tipo de
            evitación. No queremos ser la conciencia sin elección del presente,
            sino que huimos de ella, queremos modificarla, cambiarla, odiarla,
            amarla, aborrecerla o transformarla, queremos, de algún modo, poder
            entrar o salir de ella, queremos cualquier cosa menos reposar en la
            presencia pura del presente o, dicho de otro modo, poder entrar o
            salir de ella, queremos cualquier cosa menos reposar en la presencia
            pura del presente o, dicho de otro modo, no queremos descansar en la
            presencia pura sino que queremos estar en otra parte. Y la gran
            búsqueda es el juego interminable que nos impide darnos cuenta de
            dónde nos encontramos ya.
            La meditación —o la contemplación— no dual relaja profundamente la
            contracción de la sensación de identidad separada y permite que el
            yo se expanda en la inmensa amplitud de la totalidad del espacio.
            Entonces resulta evidente que usted no está “aquí”, contemplando un
            mundo que se halle “ahí”, porque todo se convierte en presencia pura
            y luminosidad espontánea.
            Esta realización puede asumir muchas formas, una de las cuales puede
            perfectamente ser la siguiente. Tal vez esté usted mirando una
            montaña y se haya relajado en la conciencia sin esfuerzo de su
            conciencia presente cuando, súbitamente, la montaña deviene todo y
            usted no es nada. En tal caso la sensación de identidad separada se
            ha diluido y lo único que existe es lo que aparece instante tras
            instante. Usted está perfectamente despierto, totalmente consciente,
            y todo parece completamente normal, con la salvedad de que usted no
            se halla en ninguna parte.  No es que usted se halle de este lado
            contemplando una montaña que se encuentra fuera de usted, sino que
            usted, sencillamente es la montaña, el cielo y las nubes; usted es
            todo lo que aparece instante tras instante, de un modo muy sencillo,
            muy evidente, tal cual es.
            Existen multitud de nombres para ese estado —desde conciencia de
            unidad hasta sahaj samadhi—, pero lo cierto es que se trata del
            estado más sencillo y evidente de todos. Además, en el mismo momento
            en que vislumbramos ese estado que los budistas denominan un solo
            sabor (porque y la totalidad del universo son un solo sabor o una
            única experiencia) resulta evidente que en ningún momento
            encontramos en este estado sino que, por el contrario, se trata de
            un estado que, en algún sentido profundo y misterioso, ha sido
            nuestra condición primordial desde tiempo inmemorial, tanto que de
            hecho jamás hemos abandonado ese estado ni un solo instante.
            Ése es el motivo por el cual el zen lo denomina la barrera sin
            puerta, porque desde este lado de la realización parece que usted
            tuviera que hacer algo para entrar en ese estado, como si debiera
            atravesar algún tipo de umbral. Pero el hecho es que usted en ningún
            momento ha abandonado ese estado, de modo que difícilmente podrá
            entrar en él. ¡La barrera sin puerta! «Toda forma es vacuidad, tal y
            como es» significa que todas las cosas, incluyéndole a usted y a mí,
            son ya perfectas y se hallan del otro lado de la barrera sin puerta.
            ¿Qué necesidad tenemos, pues —si esto ya es así—, de acometer una
            práctica espiritual?  Porque en realidad cualquier práctica
            espiritual es una forma de la gran búsqueda y, como tal, está
            condenada al fracaso. Pero ése es, precisamente, el asunto, porque
            usted y yo estamos convencidos de que tenemos que hacer algo para
            realizar el Espíritu, usted y yo creemos que hay lugares en que el
            Espíritu no se halla (por ejemplo, en nosotros mismos) y nos
            aprestarnos a corregir esa situación. Así es como se origina la gran
            búsqueda. Y la meditación no dual, a sabiendas, hace uso de este
            hecho y nos sumerge en una búsqueda un tanto singular (que el zen
            denomina «vender agua en el río»).
            William Blake dijo que «el loco que insiste en su locura deviene
            sabio», y eso es precisamente lo que trata de hacer la meditación no
            dual, tratar de acelerar ese proceso. Si usted cree que carece de
            Espíritu, zambúllase de cabeza en la locura de tratar de convertirse
            en el Espíritu, intente descubrir el Espíritu, trate, de establecer
            contacto con él, trate de alcanzarlo ¡medite, medite, y siga
            meditando con la intención de alcanzar el Espíritu!
            Porque, de hecho, eso es algo imposible. Usted no puede alcanzar el
            Espíritu por el mismo motivo por el que tampoco puede alcanzar sus
            pies. Usted ya es Espíritu, siempre lo ha sido y no hay modo alguno
            de alcanzar lo que ya es. La meditación no dual consiste en el
            esfuerzo serio de hacer lo imposible, hasta que esté tan exhausto
            que termine sentándose y se dé cuenta de lo que siempre le ha
            sostenido.
            Pero no se trata de que las tradiciones no duales nieguen los
            estadios superiores, porque no lo hacen. De hecho, las grandes
            tradiciones no duales disponen de muchas prácticas que ayudan a los
            individuos a alcanzar estados concretos de conciencia postformal,
            pero también subrayan que esos estados alterados que tienen un
            comienzo y un final en el tiempo no tienen nada que ver con lo
            atemporal. El verdadero objetivo no consiste en quedarse fascinado
            con los cambios de estado sino en permanecer en el estado sin
            estado. Tal condición de no estado es la auténtica naturaleza de
            éste y de cualquier otro estado imaginable de conciencia, de modo
            que cualquier estado en que se encuentre es ya perfecto. Y dado que
            el objetivo final no consiste en cambiar de estado sino en reconocer
            lo inmutable, en reconocer la vacuidad primordial, cualquier estado
            en que se halle es ya plenamente perfecto.
            No obstante, tradicionalmente, para demostrar su sinceridad usted
            debe llevar a cabo numerosas prácticas preliminares, entre las que
            cabe destacar el dominio de diversos estados de conciencia
            meditativa que le llevan a una adaptación estable
            post-postconvencional, y todo eso está muy bien. Pero ninguno de
            esos estados de conciencia es el estado final, definitivo o
            privilegiado, como tampoco lo es el cambio de estado. Más bien al
            contrario, puesto que es precisamente entrando y saliendo de esos
            diversos estados meditativos como empieza usted a comprender que la
            iluminación no descansa en ninguno de ellos. Todos esos estados
            tienen un comienzo en el tiempo y, en consecuencia, ninguno es
            atemporal. La cuestión consiste en comprender que el cambio de
            estado no es el objetivo final y que la realización puede ocurrir en
            cualquier estado de conciencia.
            La conciencia omnipresente
            El reconocimiento primordial de un solo sabor —no la creación sino
            el reconocimiento de que usted y el Kosmos son Un solo espíritu, un
            solo sabor, un solo gesto— es el gran regalo de las tradiciones no
            duales. Y en su forma más simplificada este reconocimiento procede
            del siguiente modo:
            (Lo que ahora sigue son instrucciones que sirven para «apuntar» o
            señalar directamente a la naturaleza esencial o Espíritu intrínseco
            de la mente. Tradicionalmente esto implica la repetición deliberada,
            de modo que si usted lee este material de modo normal tal vez
            encuentre las repeticiones tediosas y hasta irritantes. Así pues, si
            quiere trabajar con el resto de esta sección, lea las instrucciones
            de manera lenta y atenta y sumérjase en las palabras y las
            repeticiones. También puede trabajar con lo que sigue como un objeto
            de meditación, leyendo en tal caso uno o dos párrafos a una o dos
            frases en cada sesión.)
            Comenzaremos con la realización de que el yo puro o testigo
            transpersonal es una conciencia omnipresente, aunque dudemos de su
            existencia. Supongamos que usted es ahora consciente de este libro,
            de la habitación en que se encuentra, de una ventana, del cielo o de
            las nubes... Usted puede sentarse y advertir simplemente que es
            consciente de todos los objetos que discurren a su alrededor. Las
            nubes flotan a través del cielo del mismo modo que los pensamientos
            a través de su mente, y cuando usted se percata de ello, simplemente
            es consciente sin tener que realizar el menor esfuerzo. Entonces
            testimonia de manera simple, espontánea y sin esfuerzo todo lo que
            se halla presente.
            Manteniéndome en esa actitud de conciencia testigo puedo darme
            cuenta de que, al ser consciente de mi cuerpo, yo no soy mi cuerpo.
            Cuando advierto que soy consciente de mi mente, no me cabe duda de
            que yo no soy mi mente.  Si soy consciente de mi yo, yo no soy mi
            yo.  Yo soy el testigo de mi cuerpo, de mi mente y de mi yo.
            Esto es algo realmente fascinante. Yo puedo ver mis pensamientos
            pero no soy esos pensamientos. Yo soy consciente de las sensaciones
            corporales, de modo que no soy esas sensaciones. Y, como también
            puedo ser consciente de mis emociones, no debo ser sólo esas
            emociones. ¡Yo soy el testigo de todo eso!
            Pero ¿qué es ese testigo?. ¿Qué o quién es el testigo de todos esos
            objetos?. ¿Qué o quién es el que observa el desfile de los
            pensamientos, de los pensamientos y los objetos?. ¿Qué o quién es el
            vidente puro, el testigo puro que constituye la esencia misma de
            todo lo que soy?
            Según afirman las tradiciones, la conciencia testigo es el Espíritu,
            la mente iluminada, la naturaleza esencial de¡ Buda, Dios mismo, en
            su totalidad.
            Así pues, las tradiciones afirman que permanecer en contacto con el
            Espíritu, Dios o con la mente iluminada no es nada difícil de
            lograr, porque tal es precisamente su conciencia ordinaria testigo
            en este mismo instante.  Si usted puede ver este libro ya dispone
            plenamente, en este mismo instante, de esa conciencia.
            Un texto muy famoso del dzogchen o budismo maha-ati (una de las
            principales tradiciones no duales) afirma que «en ocasiones ocurre
            que algunos meditadores dicen que es difícil reconocer la naturaleza
            de la mente» (en el dzogchen «la naturaleza de la mente» es la
            pureza primordial o la vacuidad radical o, dicho de otro modo, el
            Espíritu no dual).  El hecho es que «la naturaleza de la mente» es
            la conciencia testigo omnipresente, algo que, según afirma el texto,
            algunos meditadores encuentran difícil de creer. Ellos consideran,
            por el contrario, que la conciencia omnipresente es difícil o
            incluso imposible de reconocer y que tienen que trabajar muy duro y
            meditar durante mucho tiempo antes de alcanzar la mente iluminada...
            cuando lo cierto es que su propia conciencia testigo omnipresente
            está operando plenamente ahora mismo.
            El texto prosigue diciendo que «algunos practicantes, tanto hombres
            como mujeres, creen tanto en la imposibilidad de reconocer la
            naturaleza de la mente que se deprimen hasta que las lágrimas
            resbalan por sus mejillas. Pero lo cierto es que no hay el menor
            motivo para entristecerse porque la naturaleza de la mente iluminada
            no es imposible de reconocer, sino que reposa precisamente detrás de
            quien piensa en esa imposibilidad, ahí es donde se halla».
            En lo que concierne a la dificultad de establecer contacto con la
            conciencia testigo omnipresente, el texto dice que «hay meditadores
            que no permiten que su mente descanse en ella [en la simple
            conciencia presente], sino que, por el contrario, se aprestan a
            buscar fuera y dentro de sí.  Pero la búsqueda, sea externa o
            interna, jamás nos permitirá verlo ni encontrarlo [al Espíritu].  No
            existe la menor razón para emprender ninguna búsqueda externa o
            interna, basta simplemente con reposar directamente en la mente que
            busca externa o internamente.  Con eso basta».
            Cuando nosotros somos conscientes de esta habitación, tal y como es,
            esa misma conciencia es el Espíritu omnipresente. Cuando nosotros
            somos conscientes de las nubes que discurren por el cielo, esa misma
            conciencia es el Espíritu omnipresente. Cuando nosotros somos
            conscientes del dolor, de la agitación, del terror o del miedo, esa
            misma conciencia, precisamente tal y como es, es el Espíritu
            omnipresente.
            Dicho en otros términos, la realidad última no es algo visto sino el
            testigo omnipresente.  Las cosas pueden ser vistas, van y vienen,
            son felices o tristes, placenteras o dolorosas, pero el vidente no
            es nada de eso y no va ni viene. El testigo no fluctúa, desaparece
            ni entra, en modo alguno, en la corriente del tiempo.  El testigo no
            es un objeto ni una cosa vista, sino el vidente omnipresente de
            todas las cosas, el testigo es el yo del Espíritu, el centro del
            ciclón, la apertura divina, la transparencia de la pura vacuidad.
            No hay un solo instante en que usted no tenga acceso a esta
            conciencia testigo.  En cada instante hay una conciencia espontánea
            de lo que se presenta, y esa conciencia simple, espontánea y sin
            esfuerzo es el mismo Espíritu omnipresente. Aun en el caso de que
            usted crea no verla, no por ello deja de estar ahí. Así pues, el
            estado último de la conciencia —la esencia misma del Espíritu— no es
            difícil de alcanzar sino imposible de evitar.
            Éste es, precisamente, el secreto más celosamente guardado por las
            escuelas no duales.
            Y poco importa cuáles sean los objetos o contenidos que aparezcan,
            porque todos ellos son perfectos. En ocasiones las personas tienen
            dificultades en entender el Espíritu porque tratan de verlo como un
            objeto de conciencia o como un objeto de comprensión. Pero la
            realidad última no es algo visto, es el vidente. El Espíritu no es
            un objeto, sino el sujeto radical y omnipresente. De este modo, no
            es algo que se presente ante usted como una roca, una imagen, una
            idea, una luz, un sentimiento, una intuición, una nube luminosa, una
            visión intensa o una sensación de gran beatitud. Todo eso está muy
            bien pero no dejan de ser objetos, es decir, algo que el Espíritu no
            es.
            Yo soy consciente de las sensaciones de mi cuerpo y, al ser
            consciente de todos esos objetos no puedo, en consecuencia, ser eso.
            Yo soy consciente de los pensamientos que discurren por mi mente y,
            al ser consciente de todos esos objetos, no puedo, en consecuencia,
            ser eso. Yo soy consciente de mi yo presente pero, del mismo modo,
            ése no es más que otro objeto y yo no puedo, en consecuencia, ser
            eso.
            Las imágenes flotan en la naturaleza, los pensamientos discurren por
            mi mente, los sentimientos se suceden en mi cuerpo y yo, en
            consecuencia que no soy un objeto, sino el testigo puro de todos
            esos objetos, la conciencia como tal, no puedo ser nada de eso.
            Así pues, en la medida en que usted descansa en el testigo puro, no
            anhela nada en concreto y todo lo que se presenta está bien. Es más,
            cuando usted reposa en el testigo puro, en el sujeto último, cuando
            usted se desidentifica de los objetos, comienza a advertir una
            sensación de inmensa libertad. Pero esa libertad no es algo que
            usted pueda ver, sino algo que usted es. Cuando usted es el testigo
            de sus pensamientos, usted no está atado a ellos, del mismo modo
            que, cuando usted es el testigo de sus sentimientos, tampoco está
            atado a ellos.  Donde anteriormente se hallaba su yo contraído sólo
            queda una inmensa sensación de apertura y libertad. Como objeto,
            usted está encadenado, como testigo, en cambio, es libre.
            Pero nosotros no vemos esta libertad, sino que descansamos en ella,
            reposamos en el vasto océano de la serenidad infinita.
            Por ello cuando descansamos en este estado del testigo puro y
            simple, cuando nos tomamos el auténtico vidente, la vacuidad y la
            libertad pura, permitimos que todo lo visto emerja como quiera. El
            Espíritu no es ninguno de los objetos limitados, encadenados,
            mortales y finitos que desfilan por el mundo del tiempo, sino el
            vidente libre y vacío. Así es como descansamos en la vacuidad y
            libertad inmensas en que emergen todas las cosas.
            Pero nosotros no alcanzamos o establecemos contacto con la
            conciencia pura del testigo porque no es posible restablecer el
            contacto con lo que nunca hemos perdido. Por el contrario, para
            reposar en la conciencia serena, clara y omnipresente basta
            simplemente con tomar conciencia de lo que ya está sucediendo.
            Nosotros ya vemos el cielo, ya escuchamos el canto de los pájaros,
            ya percibimos el frescor de la brisa. Porque el hecho es que el
            testigo simple ya está presente y plenamente operativo. Ése es el
            motivo por el que no restablecemos contacto ni actualizamos ese
            testigo, sino que simplemente advertimos lo que siempre ha estado
            presente, la conciencia espontánea y simple de lo que ocurre en este
            mismo instante.
            También advertimos entonces que el testigo simple y omnipresente
            tiene lugar sin el menor esfuerzo.  Porque escuchar los sonidos, ver
            las imágenes y percibir el frescor de la brisa no requiere ningún
            esfuerzo, es algo que ya está ocurriendo y basta simplemente con
            descansar en este testigo sin realizar el menor esfuerzo. Nosotros
            no perseguimos esos objetos, como tampoco los evitamos. El Espíritu
            es el vidente omnipresente y no una cosa limitada que pueda ser
            vista; en consecuencia, podemos dejar ver las cosas yendo y viniendo
            exactamente tal y como son. «La persona perfecta utiliza su mente
            como un espejo —dice Chuang Tzu—, ni se aferra ni rechaza; recibe,
            pero no atesora nada».  El espejo refleja sin el menor esfuerzo las
            imágenes que inciden en él y, de¡ mismo modo que usted ve sin el
            menor esfuerzo el cielo ahora mismo, el testigo presencia, sin
            esfuerzo alguno, cualquier objeto que se presente.  Todas las cosas
            aparecen y desaparecen reflejándose sin el menor esfuerzo en el
            espejo de testigo.
            Cuando descanso en el testigo puro y simple, me doy cuenta de que no
            estoy atrapado en el mundo de tiempo.  El testigo existe únicamente
            en el presente atemporal.  Y, una vez más, ése no es un estado que
            sea difícil de alcanzar sino, por el contrario, un estado que
            resulta imposible de evitar.  El testigo sólo ve el presente eterno
            porque lo único realmente verdadero es el presente eterno.  Cuando
            pienso en el pasado, esos pensamientos pasados existen ahora mismo,
            en este mismo instante, y cuando pienso en el futuro, esos
            pensamientos futuros existen ahora mismo, en este mismo instante. 
            El pasado y el futuro aparecen precisamente ahora, en la simple
            conciencia omnipresente.
            Y aquel momento pasado en que ocurrió tal o cual cosa también tuvo
            lugar en el presente, de¡ mismo modo que, cuando en un futuro ocurra
            esto o aquello, también ocurrirá en el presente.  Lo único que
            existe es el ahora, lo único que existe es la omnipresencia de¡
            presente, eso es lo único que puedo conocer directamente.  Así pues,
            el presente eterno no es difícil de alcanzar sino imposible de
            evitar, algo que resulta evidentemente patente cuando descanso en el
            puro y simple testigo y observo el modo en que el pasado y el futuro
            discurren por la simple conciencia omnipresente.
            Ése es el motivo por el cual, cuando descanso en el testigo simple y
            omnipresente, me hallo fuera del tiempo, porque cuando descanso en
            la simple conciencia testigo, advierto que el tiempo discurre frente
            a mí o a través de mí del mismo modo que las nubes a través del
            cielo.  Y precisamente por ello puedo ser consciente del tiempo,
            puesto que en la simple presencia, cuando mi esencia reposa en el
            puro y simple testigo del Kosmos, yo soy atemporal.
            Así pues, cuando descanso en el simple testigo omnipresente, estoy
            enfrente mismo del Espíritu.  De hecho, hoy y siempre estoy con Dios
            en el estado de testigo simple omnipresente. Eckhart dijo que «Dios
            se halla más cerca de mí que yo mismo», porque en el testigo
            omnipresente que es precisamente la naturaleza intrínseca del
            Espíritu (mi propia esencia), Dios y yo somos uno.. De modo que
            cuando no soy un objeto, soy Dios. (Y eso es algo que puede decir
            verazmente cualquier yo del Kosmos.)
            Pero yo no puedo entrar en el estado de testigo omnipresente -que es
            el Espíritu mismo- porque ese estado se halla precisamente presente
            en todo momento. Yo no puedo comenzar a testimoniar, sino que sólo
            puedo advertir que eso es algo que ya está ocurriendo. Este estado
            no tiene un comienzo ni un final en el tiempo porque es, en
            realidad, omnipresente. Y, del mismo modo que no podemos acercamos a
            él, tampoco podemos alejarnos de él, porque siempre somos él. Ése es
            también, precisamente, el motivo por el cual los budas nunca han
            entrado en ese estado y los seres sensibles jamás lo han abandonado.
            Cuando descanso en el testigo simple, claro y omnipresente, estoy
            reposando en lo no nacido, en el Espíritu intrínseco, en la Vacuidad
            primordial, en la libertad infinita.  Yo no puedo ser visto porque
            carezco de todo tipo de cualidades.  Yo no soy eso, yo no soy esto,
            yo no soy un objeto, yo no soy luz ni oscuridad, grande ni pequeño,
            aquí ni ahí, yo carezco de color y de ubicación y estoy fuera del
            espacio y del tiempo. Yo soy la vacuidad última, otro modo de llamar
            a la libertad infinita, esencialmente libre.  Yo soy la apertura, el
            claro del que ahora mismo emana la totalidad del mundo manifiesto
            pero yo no emerjo ahí, eso emerge en mí, en la inmensa vacuidad y
            libertad de lo que soy.
            Las cosas que pueden ser vistas son placenteras o dolorosas,
            afortunadas o tristes, gozosas o temibles, sanas o enfermas, pero el
            vidente de todas esas cosas no es afortunado ni triste, gozoso ni
            temible, sano ni enfermo, sino sencillamente Libre. Como testigo
            puro y simple yo estoy libre de todos los objetos, libre de todos
            los sujetos, completamente libre del tiempo y del espacio, del
            nacimiento, de la muerte y de todas las cosas que se hallan entre el
            nacimiento y la muerte. Yo soy, sencillamente, libre.
            Cuando descanso en el testigo puro y simple advierto que esta
            conciencia no es una experiencia.  Es consciente de las experiencias
            pero no es, en sí misma, una experiencia. Las experiencias van y
            vienen, aparecen y desaparecen, tienen un comienzo en el tiempo,
            perduran durante un tiempo y terminan desvaneciéndose. Pero todas
            ellas emergen en la simple apertura o claro que es la inmensa
            expansión de lo que soy. Las nubes discurren por esa inmensa
            vastedad, los pensamientos discurren por esa inmensa vastedad y las
            experiencias discurren por esa inmensa vastedad. Todo objeto aparece
            y termina desvaneciéndose por esa inmensa vastedad, el vidente libre
            y vacío, la espaciosa apertura o claro de donde emergen todas las
            cosas, no aparece ni desaparece ni tampoco se mueve en modo alguno.
            Así pues, cuando descanso en el testigo puro y simple he dejado ya
            de estar atrapado en la búsqueda de experiencias, sean de la canse,
            de la mente o del espíritu.  Las experiencias —sean sublimes o
            abyectas, sagradas o profanas, dichosas o auténticas pesadillas—
            simplemente van y vienen de continuo como las olas del océano que
            soy. Cuando descanso en el testigo puro y simple, dejo de estar a
            merced de las experiencias gozosas o aterradoras, todas las
            experiencias discurren por mi rostro original como lo hacen las
            nubes por el cielo transparente de otoño y en mí hay cabida para
            todo.
            Cuando descanso en el testigo puro y simple, comienzo incluso a
            advertir que el testigo no es una entidad o una cosa separada de lo
            que atestigua, Todas las cosas emanan de¡ testigo y el testigo mismo
            se derrama en todas las cosas.
            Así es, descansando en la conciencia simple, clara y omnipresente,
            como descubro que no existen ningún interior y ningún exterior,
            ningún sujeto y ningún objeto. Las cosas y los sucesos siguen
            emergiendo con claridad —las nubes se desplazan, los pájaros cantan
            y la brisa fresca sigue soplando—, pero no hay ningún yo separado
            detrás de todo ello. Los hechos simplemente emergen tal como son,
            sin la menor referencia constante al yo o al sujeto contraído. Los
            sucesos emergen tal y como son y lo hacen con la libertad de no
            verse limitados por un pequeño yo que los contempla. Emergen con el
            Espíritu y como Espíritu, en la apertura o claro que soy, no lo
            hacen para ser vistos y distorsionados perceptivamente por ningún
            ego.
            En la modalidad contraída yo estoy «aquí», a este lado de mi rostro,
            contemplando el mundo que se halla «ahí», del lado «objetivo». Yo
            existo a este lado de mi rostro y mi vida entera gravita en tomo al
            intento de protegerme, de salvaguardar esta contracción, de mantener
            la sensación de búsqueda e identificación, una contracción que me
            aliena del mundo externo, un mundo que desearé o detestaré, amaré u
            odiaré, ante el que me acercaré o retrocederé, que trataré, en fin,
            de apresar o de evitar. El interior y el exterior están en lucha
            perpetua, desempeñando todos los papeles posibles del drama
            esperanzado o aterrador de proteger la contracción sobre mí mismo.
            Creemos que «perder nuestro prestigio es como morir», lo que es
            profundamente cierto: ¡no queremos perder nuestro prestigio porque
            no queremos morir!. ¡No queremos perder la sensación de identidad
            separada!. Pero ese miedo primordial a perder prestigio es, en
            realidad, la raíz de nuestra agonía más profunda, porque el intento
            de protegemos —de salvar nuestra identidad con el cuerpo-mente— es
            el propio mecanismo del sufrimiento, el propio mecanismo que termina
            escindiendo el Kosmos en un interior versus un exterior, fractura
            brutal que experimentamos como sufrimiento.
            Pero cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente
            simplemente dejo de protegerme, dentro y fuera desaparecen por
            completo y lo único que existe es lo siguiente:
            Cuando abandono todos los objetos —yo no soy esto, yo no soy eso— y
            descanso en el testigo puro y simple, todos los objetos emergen
            sencillamente en mi campo visual, todos los objetos emergen en el
            espacio del testigo. Yo soy simplemente la apertura o claro en que
            emergen todos los objetos. Yo advierto que todas las cosas emergen
            en mí, emergen en la apertura o claro que soy. Las nubes flotan en
            la vasta apertura que soy, el sol resplandece en la vasta apertura
            que soy y el mismo cielo se halla en mí. Yo puedo degustar el cielo
            porque se halla más cerca de mí que mi propia piel. Las nubes están
            en mi interior y yo las veo desde dentro. Cuando todas las cosas
            emergen en mí yo soy todas las cosas, el universo es un solo sabor y
            yo soy eso.
            Así pues, cuando descanso en el testigo todas las cosas emergen en
            mí y yo soy la totalidad de las cosas.  No hay sujeto y objeto
            porque yo no veo las nubes sino que soy las nubes; no hay sujeto y
            objeto porque yo no siento el frescor de la brisa sino que soy la
            brisa fresca; no hay sujeto y objeto porque yo no escucho el fragor
            del trueno sino que soy el propio estruendo que retumba.
            Yo ya no estoy aquí, a este lado de mi rostro, contemplando un mundo
            que se halle ahí fuera, sino que simplemente soy el mundo. Yo ya no
            estoy aquí, he perdido mi identidad y he descubierto mi rostro
            original, el Kosmos mismo. En la pura conciencia omnipresente, los
            pájaros cantan y yo soy eso, el sol resplandece y yo soy eso, la
            luna riela y yo soy eso.
            Cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente, cada
            objeto es su propio sujeto, cada evento, por así decirlo, «se ve a
            sí mismo» porque yo soy ahora el que se está viendo a sí mismo.  Yo
            no estoy mirando el árbol sino que soy el árbol viéndose a sí mismo.
            La totalidad del mundo manifiesto sigue apareciendo tal y como es,
            con la única salvedad de que sujeto y objeto han desaparecido.  La
            montaña sigue siendo la montaña pero ya no es un objeto contemplado
            y yo no soy el sujeto separado que la contempla. La montaña y yo
            aparecemos en la conciencia simple y omnipresente, y en ese claro
            ambos somos libres, en ese espacio no dual ambos estamos liberados,
            en esa apertura de la conciencia omnipresente ambos estamos
            iluminados. Tal apertura está libre de esa violencia divisora
            llamada sujeto y objeto, aquí versus ahí y yo contra el mundo.
            Cuando dejo de protegerme y desaparezco termino descubriendo a Dios
            en la conciencia simple omnipresente.
            Cuando descanso en el testigo atemporal, la gran búsqueda finalmente
            termina.  La gran búsqueda es el principal enemigo del Espíritu
            omnipresente, la más violenta mentira ante el más amable infinito.
            La gran búsqueda es el intento de alcanzar una experiencia última,
            una visión fabulosa, un paraíso de placer, un tiempo incesantemente
            esplendoroso, una intuición poderosa —sea la búsqueda de Dios, la
            búsqueda de la Diosa o la búsqueda del Espíritu— ... pero el
            Espíritu no es un objeto, y en consecuencia no puede ser buscado,
            apresado, encontrado ni visto porque es el testigo omnipresente.
            Buscar al testigo es equivocarse por completo, porque el mismo hecho
            de buscar constituye el principal de los errores. ¿Cómo sería
            posible buscar lo que ahora mismo es consciente de esta página? ¡Tú
            eres eso!. Es imposible buscar al buscador.
            Cuando dejo de ser un objeto soy Dios, y cuando voy tras un objeto
            —el que sea—, dejo de ser Dios. Y esa lamentable catástrofe jamás
            podrá ser corregida mediante la búsqueda de más objetos.
            Al contrario, yo sólo puedo descansar en el testigo, que ya está
            realmente libre de objetos, libre del tiempo y libre de la búsqueda.
            Cuando yo no soy un objeto soy el Espíritu, cuando descanso en el
            testigo libre y sin forma soy uno con Dios, ahora mismo, en este
            instante atemporal y eterno. Sólo puedo degustar el infinito y
            empaparme de la plenitud cuando dejo de seguir buscando y descanso
            simplemente en lo que soy.
            Antes de que Abraham fuera, yo ya era. Antes del Big Bang, yo ya
            era. Y después de que el universo se disuelva, yo seguiré siendo. En
            todas las cosas, grandes o pequeñas, yo soy. Y jamás podré ser
            visto, oído, sentido, ni conocido. Yo soy es el testigo
omnipresente.
            Poco importa, pues, lo que se vea en un determinado momento, ya que
            la realidad esencial no es nada que pueda verse, sino el vidente
            mismo. Poco importa, pues, que experimentemos paz o inquietud,
            ecuanimidad o agitación, dicha o terror, felicidad o tristeza,
            porque todos estos son objetos de nuestra conciencia y el testigo
            que los experimenta es ya libre.
            Poco importan, pues, los estados fluctuantes, porque lo que
            realmente importa es reconocer al testigo omnipresente.  Aun en
            medio de la gran búsqueda o en la más intensa de mis contracciones
            en mí mismo, sigo teniendo acceso directo e inmediato al testigo
            omnipresente.  No es que tenga que intentar traer esa conciencia
            simple a la existencia, ni tampoco que deba tratar de entrar en ese
            estado.  No tengo que hacer el menor esfuerzo, sólo darme cuenta de
            que ya soy consciente de los cielos, percatarme de que ya soy
            consciente de las nubes, advertir que el testigo omnipresente se
            halla ya completamente operativo y que no es algo difícil de
            alcanzar sino, por el contrario, imposible de evitar.  Nunca he
            dejado de estar inmerso en esa conciencia omnipresente, la vacuidad
            esencial de la que emana toda manifestación.
            Cuando usted es el testigo de todos los objetos y todos los objetos
            emanan de usted, usted permanece en la libertad última, en la vasta
            amplitud de la inmensidad del espacio.  En ese único gusto, el
            viento ya no sopla sobre usted, sino que lo hace desde su interior,
            el Sol ya no brilla sobre usted sino que irradia desde el centro
            mismo de su ser, y cuando llueve es usted mismo quien está
            derramándose. Entonces podrá beberse el océano Pacífico de un solo
            trago y tragarse el universo entero, las supernovas nacerán y
            morirán dentro de su corazón y las galaxias girarán incesantemente
            en el centro de su corazón y todo resultará tan sencillo como el
            canto del petirrojo en un amanecer transparente como el cristal.
            Cada vez que me doy cuenta o reconozco al testigo omnipresente,
            pongo fin a la gran búsqueda y acabo de una vez con la sensación de
            identidad separada.  Esa es la práctica no dual, la práctica última,
            la práctica secreta, la práctica de la no práctica, la práctica del
            simple reconocimiento, la práctica de la remembranza y del
            reconocimiento que se asienta eterna y atemporalmente en el hecho de
            que lo único que existe es el Espíritu, un Espíritu que no es
            difícil de encontrar sino, por el contrario, imposible de evitar.
            El Espíritu es lo único que nunca ha estado ausente, lo único que ha
            permanecido inmutable en medio del flujo incesante de la
            experiencia.  Y esto es algo que usted sabe desde hace literalmente
            millones de años y no hay, en consecuencia, nada que le impida
            reconocerlo. «Si usted comprende esto, descansa en lo que comprende
            y eso, precisamente, es el Espíritu.  Si usted no lo comprende,
            descansa en lo que no comprende y eso, precisamente, es el
            Espíritu.» Por toda la eternidad sólo hay Espíritu, el testigo de
            este, y de este y también de este instante... hasta el mismísimo fin
            del mundo.
            El ojo del Espíritu
            Cuando descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente, estoy
            descansando en el Espíritu intrínseco, yo no soy, de hecho, más que
            el Espíritu testigo.  No es que me convierta en Espíritu sino que
            simplemente reconozco el Espíritu que siempre he sido.  Cuando
            descanso en la conciencia simple, clara y omnipresente, yo soy el
            testigo del mundo, el ojo del Espíritu. Entonces veo el mundo como
            lo ve Dios, como lo ve la Diosa, como lo ve el Espíritu, y todo
            objeto es la más pura expresión de la belleza, toda cosa y todo
            evento un gesto de gran perfección, todo proceso el latido mismo de
            mi ser eterno.  Entonces no soy un testigo ajeno a todo lo que
            aparece sino que soy un solo sabor con todo lo que emana de mi
            interior.  El Kosmos entero brota ante el ojo del Espíritu, ante el
            yo del Espíritu, ante mi propia conciencia, el estado simple
            omnipresente que siempre he sido.
            Desde el fundamento de la conciencia simple y omnipresente el
            cuerpo-mente se renueva por completo. Cuando usted descansa en la
            conciencia primordial, la conciencia satura todo su ser y de la
            corriente misma de la conciencia emerge un nuevo destino. Cuando la
            gran búsqueda ha finalizado, cuando la sensación de identidad
            separada ha desaparecido, cuando la continuidad del testigo se ha
            estabilizado, cuando la conciencia omnipresente constituye su
            continuó sustrato, su cuerpo-mente resucitará y se reconstruirá en
            tomo al Espíritu intrínseco y usted se levantará de entre los
            muertos, por así decirlo, para asumir un nuevo destino y una nueva
            misión.
            Cuando usted deje de existir como yo separado (y ponga fin al daño
            que eso provoca al cuerpo-mente), se convertirá en un vehículo del
            Espíritu (y su cuerpo-mente, libre ya de las distorsiones y
            brutalidades de la contracción sobre sí mismo, podrá actuar desde
            sus potencialidades más elevadas).  Desde el sustrato de su
            conciencia omnipresente, usted personificará todas y cada una de las
            cualidades iluminadas de los budas y los bodhisattvas («aquellos
            cuyo ser [sattva] es la conciencia [bodhi] omnipresente»).
            Los términos budistas son poco importantes, lo único que importa son
            las cualidades iluminadas que representan.  El hecho es que, una vez
            que usted ha estabilizado la conciencia simple y omnipresente —una
            vez que la gran búsqueda y la contracción sobre el yo ha dejado de
            seguir alimentando la vida separada y ha vuelto a Dios, ha vuelto a
            su fundamento en la conciencia omnipresente—, entonces podrá
            resurgir desde el sustrato de su conciencia omnipresente y
            personificar las posibilidades más elevadas de ese sustrato. 
            Entonces usted será el vehículo del Espíritu que ya es, el sustrato
            omnipresente vivirá a través de usted, como usted, en una
            extraordinaria diversidad de formas.
            Tal vez entonces usted se convierta en Samantabhadra —cuya
            conciencia omnipresente asume la forma de una inmensa conciencia de
            igualdad— y entonces se dé cuenta de que la conciencia omnipresente
            que se halla en usted es la misma conciencia que se halla totalmente
            presente en todos los seres sensibles sin excepción alguna.  Una y
            la misma, singular y única, un solo corazón, una sola mente, una
            sola alma que respira y late en todos los seres sensibles
            recordándoles ese simple hecho, recordándoles que lo único que
            existe es el Espíritu, recordándoles que nada se halla más cerca de
            Dios que otra cosa, porque sólo existe Dios, sólo existe divinidad.
            Quizás usted devenga Avalokiteshvara, cuya conciencia omnipresente
            asume la forma de la compasión bondadosa.  En la resplandeciente
            claridad de la conciencia omnipresente, todos los seres sensibles
            emergen como formas iguales del Espíritu intrínseco, de la vacuidad
            pura, y todos ellos son tratados como hijos e hijas del Espíritu que
            son.  Usted habrá elegido vivir esta compasión con una delicada
            entrega, de modo que su misma sonrisa caldeará los corazones de
            quienes sufren y ellos le buscarán para que les confirme la promesa
            de su posible liberación en la gran amplitud de su conciencia
            primordial y usted nunca les dará la espalda.
            Quizás aparezca entonces como Prajnaparamita, la madre de los budas,
            cuya simple conciencia omnipresente asume la forma de inmensa
            vastedad, el útero de lo no nacido en que reside el Kosmos entero.
            Porque lo cierto es que, del sustrato de su propia conciencia,
            simple, clara y omnipresente, nacen todos los seres y a él terminan
            retornando. Cuando descansa en el claro resplandor de su conciencia
            omnipresente, contempla el nacimiento de los mundos del que emergen
            y al que terminan regresando también todos los budas y todos los
            seres sensibles. Y usted permanecerá sonriendo y abrazando la
            inmensa amplitud de la sabiduría eterna mientras todo comienza de
            nuevo, una y otra vez, por siempre jamás, desde el útero de su
            omnipresente estado.
            Tal vez se presente como Manjushri, cuya conciencia omnipresente
            asume la forma de la inteligencia luminosa. Aunque todos los seres
            sean igualmente Espíritu intrínseco, los hay que no reconocen
            fácilmente esta esencia omnipresente y la sabiduría discriminativa
            emergerá brillantemente del sustrato de la conciencia de igualdad.
            Entonces usted percibirá instintivamente lo verdadero y lo falso y
            clarificará todo lo que toque. Y si el yo contraído sobre sí no
            escucha su amable voz, su conciencia omnipresente se manifestará en
            su forma más airada que, según se dice, no es sino el temible
            Yamantaka, el vencedor del Señor de la Muerte.
            Quizás aparezca como Yamantaka, el fiero protector de la conciencia
            omnipresente, el samurai del Espíritu intrínseco. Este aspecto
            terrible aparece para superar los obstáculos que bloquean la
            conciencia omnipresente. En tal caso, usted simplemente brotará
            desde el sustrato de la conciencia de igualdad para revelar lo
            falso, lo superficial y lo menos-que-omnipresente. Ese ya no es un
            tiempo de sonrisas, sino de la espada de la sabiduría
            discriminativa, que atraviesa sin piedad todos los obstáculos que
            impiden acceder al sustrato que todo lo engloba.
            Tal vez se presente como Bhaishajyaguru, cuyo conciencia
            omnipresente asume la forma del resplandor curativo. Desde la
            brillante claridad de la conciencia omnipresente, usted siempre
            recordará a los enfermos, a los afligidos y a los que sufren que,
            aunque su sufrimiento sea real, ése no es su verdadero ser.  Y ante
            la simple presencia de su sonrisa, las almas contraídas se relajarán
            en la inmensa vastedad de la conciencia intrínseca, una relajación
            ante la que la enfermedad perderá todo su sentido. Y esa conciencia
            omnipresente es tan ajena al esfuerzo que nunca se agotará y
            recordará de continuo a todos los seres qué y quiénes son, del otro
            lado del miedo, en el amor esencial y la aceptación ecuánime que es
            la mente-espejo de la conciencia omnipresente.
            Quizás devenga usted Maitreya, cuya omnipresente conciencia asume la
            forma de la promesa de que, aun en el más alejado de los futuros, la
            conciencia siempre se hallará presente. Desde la brillante claridad
            de la conciencia primordial, usted hará el voto de permanecer con
            todos los seres hasta una eternidad de futuros, porque esos mismos
            futuros emergerán en la simple conciencia del presente, la misma
            conciencia que ahora ve da cuenta de ello.
            Éstas son, simplemente, algunas de las potencialidades de la
            conciencia omnipresente. Poco importan, repito, los términos
            budistas, porque no son más que algunas de las formas de su propia
            resurrección, algunas de las posibilidades que pueden presentársela
            cuando haya llegado al final de la gran búsqueda, algunas de las
            formas en que el mundo se aparece ante el ojo omnipresente del
            Espíritu, ante el yo omnipresente del Espíritu, lo que usted ve,
            ahora mismo, cuando contempla el mundo tal como lo ve Dios, desde el
            sustrato sin fundamento de la simple conciencia omnipresente.
            Cuando todo ha concluido
            Tal vez usted aparezca como cualquiera de esas formas de la
            conciencia omnipresente. Pero en realidad eso tampoco importa,
            porque cuando usted descansa en la resplandeciente claridad de la
            conciencia omnipresente, no es buda bodhisattva, no es esto ni eso,
            no se halla aquí ni ahí. Cuando usted descansa en la conciencia
            simple y omnipresente, usted es lo no nacido y carece de todo tipo
            de cualidades. Carente de color, usted es lo incoloro, carente de
            tiempo, usted es lo atemporal, carente de forma usted es lo sin
            forma. Cuando usted descansa en la vacuidad primordial, es invisible
            a este mundo.
            Sólo que, como ser encarnado, usted también emerge al mundo de la
            forma que es su propia manifestación. Y algunos de los potenciales
            intrínsecos de la mente iluminada (los potenciales intrínsecos de su
            conciencia omnipresente) —como la ecuanimidad, la sabiduría
            discriminativa, la sabiduría semejante a un espejo, la conciencia
            sustrato y la conciencia que todo lo alcanza— se combinan con las
            predisposiciones naturales y los talentos concretos de su
            cuerpo-mente individual. Así pues, cuando el yo separado muere en la
            vasta amplitud de su propia conciencia omnipresente, usted aparece
            alentado por algunos o varios de estos potenciales iluminados. 
            Entonces ya no se halla motivado por la gran búsqueda, sino por la
            gran compasión de esas potencialidades, algunas de las cuales son
            amables, otras airadas, pero todas, a fin de cuentas, posibilidades
            de ese estado omnipresente.
            Así pues, cuando usted descansa en la conciencia simple, clara y
            omnipresente, usted reaparece con las cualidades y virtudes de sus
            posibilidades más elevadas, como la compasión, la sabiduría
            discriminativa, el discernimiento, la intuición cognitiva, la
            presencia curativa, el recuerdo airado, las habilidades artísticas,
            las destrezas atléticas, las virtudes pedagógicas o algo —por qué
            no— tan sencillo como ser el mejor jardinero del barrio. (Dicho en
            otras palabras, cualquiera de las líneas del desarrollo llevada a su
            condición primordial, liberada de su condición
            post-postconvencional). Cuando el cuerpo-mente se libera de las
            brutalidades infligidas por la contracción sobre uno mismo,
            naturalmente gravita en torno a su estado más elevado, manifestado
            en los potenciales superiores de la mente iluminada, las grandes
            potencialidades de la conciencia simple y omnipresente.
            De modo que cuando usted descansa en la conciencia simple y
            omnipresente, usted es lo no nacido, pero en la medida en que nace
            —en la medida en que emerja de la conciencia omnipresente— lo hará
            manifestando ciertas cualidades, las cualidades inherentes al
            Espíritu intrínseco teñidas por las predisposiciones de su
            cuerpo-mente y de sus talentos particulares.
            Y sea cual fuere la forma de su propia resurrección, no lo hará
            motivado por la gran búsqueda, sino impulsado por el gran deber, por
            su Dharma ilimitado, por la manifestación de su potencialidades más
            elevadas, y entonces el mundo comenzará a cambiar gracias a usted. 
            Y usted nunca se desalentará, nunca temerá fracasar en su gran
            misión y nunca se alejará de ella, porque la conciencia simple y
            omnipresente se halla con usted, ahora y siempre, hasta el fin de
            todos los mundos, porque ahora, siempre e interminablemente siempre,
            lo único que existe es el Espíritu, la conciencia intrínseca, la
            conciencia simple de esto y nada más.
            Pero el viaje que conduce a lo que es empieza en el comienzo sin
            principio, empieza reconociendo lo que siempre ha sido así. («Si
            usted comprende esto, descansa en lo que comprende y eso,
            precisamente, es el Espíritu.  Si usted no comprende esto, descansa
            en lo que no comprende y eso, precisamente, es el Espíritu.»)
            Nosotros permitimos que el reconocimiento de la conciencia
            omnipresente aparezca, de manera amable, accidental y espontánea, a
            lo largo del día y de la noche.  Basta, simplemente, con percatamos
            de que la conciencia simple y omnipresente no es difícil de alcanzar
            sino, por el contrario, imposible de evitar.
            Así pues, seguimos haciendo esto, de manera amable, accidental y
            espontánea, a lo largo de¡ día y de la noche.  No tardará, este
            reconocimiento, en crecer e impregnar los tres estados de la
            vigilia, el sueño y el sueño sin ensueños, evidenciando los
            obstáculos que fingen ocultar su naturaleza hasta que la conciencia
            simple y omnipresente se revele en una continuidad ininterrumpida a
            través de todos los cambios de estado, a través de todos de cambios
            de espacio y de tiempo, tras de lo cual el espacio y el tiempo
            pierden todo su significando manifestando lo que son, velos
            resplandecientes de la radiante vacuidad que usted es y pronto se
            desvanecerá en la belleza, morirá en la verdad y se disolverá en la
            bondad y no quedará nadie para testimoniar el terror, nadie para
            derramar seriamente sus lágrimas, nadie para inquietarse, nadie para
            negar lo divino, lo único que es, lo único que fue y lo único que
            será.
            Y en una fría y cristalina noche la luna brillará sobre una Tierra
            silenciosa para recordarnos lo que hay detrás de todo este juego. El
            brillo de la Luna consumirá los sueños que alientan nuestros
            adormecidos corazones y el anhelo de despertar conmoverá los
            cimientos mismos de esa noche y usted se verá impulsado, una vez
            más, a responder a los más apesadumbrados de los lamentos y se
            descubrirá, aquí y ahora mismo, preguntándose qué es lo que
            realmente significa todo esto, hasta que un fogonazo traspase su
            mente y el sueño concluya de una vez por todas.  Entonces podrá
            aparecer como la Luna misma y cantar los sueños de su propio
            corazón; entonces podrá aparecer como la Tierra misma y glorificar a
            todos sus benditos habitantes; entonces podrá aparecer como el mismo
            Sol, tan infinitamente radiante que resulta evidente. Y en ese único
            sabor de pureza primordial, carente de todo comienzo y de todo
            final, en el que no puede entrarse y del que no se puede salir, que
            no nace ni tampoco muere, todo es. Y el remoto sonido de una cascada
            es todo lo que queda de este relato, en una noche fría y cristalina
            bañada, en este instante, y también en éste, y en este otro, por la
            luz de la Luna.
            Cuando el gran maestro zen Fa-ch'ang estaba muriendo, una ardilla
            jugueteaba en el tejado. «Esto es todo —dijo Fa-ch'ang—, nada más.»

            
            

         
      

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